Un pez de colores
Un pez de colores en una pecera demasiado pequeña no decía
mucho acerca de quien escribía al otro lado de la pantalla de whatsapp. “Ven a
las tres y media, mis padres se van a pasear al pueblo”. Una carita sonriente
escupiendo un pequeño corazón era el término de la frase y seguidamente otro
mensaje: el lugar de encuentro. Aran conocía la cascada, estuvo una vez allí en
el 92 y tampoco entonces caía una mísera gota de agua, pero eso era lo de
menos, la cascada era el enclave de los amores furtivos y de los que tenían
fecha de caducidad, concreta y especialmente la fecha límite de las vacaciones
de verano. Responder era una osadía, no se consideraba valiente y cabía la
posibilidad que no fuese el auténtico destinatario del mensaje, pero las dos
semanas de camping mutaban en su mente a una condena de años, el tedio nadaba
tan dentro de sus huesos que comenzaba a comportarse como un crio de cinco años
cada vez que sus padres contraatacaban con otro intento de comunicación verbal.
Sus amigos, los de “verdad”, tejían aventuras misteriosas sobre el caudaloso
río Facebook, que se iba llevando abajo, en cuestión de minutos, cada nueva
historia. Todos se lo pasaban genial. ¡Qué vidas! ¡Cuantas cosas que contar en
el reencuentro!. Solo una vida se veía aplastada día tras día bajo el peso de
la más insoportable realidad, la suya propia, que ni siquiera le estaba
autorizada a controlar aún. Podía preguntar acerca de la identidad del emisor y
debía hacerlo, era una estúpida situación, sin embargo no deseaba despertar tan
rápidamente de su primer atisbo de aventura veraniega. Tenía la sospecha de que
el emisor incurría en un error, o peor aún, él era la víctima de una pegajosa
trampa dedicada a triturar en millones de pedazos su minúscula autoestima
pubescente, pero el corazón pateaba su pecho con loca insistencia deseando
salirse a mordiscos y sorber todo el jugo de una hazaña tantas veces prometida
en las olorosas VHS de los videoclubs. Finalmente decidió dejar que ocurriera,
qué exquisita locura que él, escudero temeroso, y una princesa de ojos azules y
rubia cabellera acabasen por un mero tropiezo apretados labios contra labios.
Su cabeza se transformó en un plató donde cualquier cosa podía ocurrir, donde
todo al mismo tiempo coexistía y así, embotado de fantasía, se enfundó en la
más plateada armadura que poseía, Quicksilver en bermudas y camiseta.
Zuri solo miraría, qué hermosa fantasía que aquella preciosa
piel dorada al sol estuviera a su alcance. Soñaba con poseerlo, protegerlo de
cualquier mal, darle todos los caprichos que deseara. La gravedad había
cambiado su sentido, ahora fluía en horizontal. Casi notaba cómo caía hacia el
chico, como si este fuera un poderoso imán capaz de alzar un autobús escolar.
Solo miraría, no se delataría. Como había sido tan irracional, ahora el chico
tenía su número de teléfono. ¿Y si investigaba? ¿Si alguien tenía guardado el
número? Pero no ocurriría, se perdería en el remolino digital como se perdía la
prensa gratuita al pasar los meses. Cada día lo veía caminar por delante de su
rulot con la bermuda roja o con el Speedo azul, deteniendo con su pecho
descubierto el sol de agosto, impidiendo que los rayos se desparramasen por la
fina arena del camino de la piscina. Quince días atrás ni conocía de su
existencia. Y esa risa, ese sonido que se había instalado en un rincón de su
cerebro como un estimado amigo que alarga su estancia en nuestra casa. Adoraba
esa risa, aguda y fresca como el salpicar de la fuente cuanto los muchachos
juegan con el agua. Pero quería que desapareciera de su mente porque aunque la
amaba como nada en el mundo sentía que no debía estar allí. Podía hacer como
que, por mera casualidad, se encontraba con él, que solo paseaba, que visitaba
la cascada en busca de recuerdos como viejas fotos que fueron tomadas veinte
años atrás. Podía sentarse a su lado y preguntarle, capturar cada palabra
acerca de su intimidad y guardarlas en una caja de lata de esas antiguas para
no perderlos ni dejar que se secaran con los años. Pero no, solo miraría. Solo
se quedaría ahí, dejando que se humedecieran sus ojos de dicha imaginaria, de
fantasías que solo en su mundo podían cumplirse sin recibir el castigo de una
sociedad corta de miras. Si la gente supiera lo que sentía… cómo lo amaba.
Cuando se ama tan intensamente nunca se sale impune, se acaba sufriendo un
castigo, a propias manos incluso. Deseaba conocer su olor también, desde la
distancia creía sentir el olor de la crema solar perfumada de coco y la mezcla
de este con el sudor que el sol de mediodía exigía como pago por las actividades
del verano. También un escozor inició su periplo y un rubor enrojeció su cara
al tiempo que en las sienes redoblaba un ritmo tribal y obsesivo. Era el
momento de volver sobre sus pasos. Ya no soportaba más el dolor de no tener ni
el derecho a desearle. Se secó las lágrimas, no quería que la vieran con el
rímel corrido.
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